lunes, 18 de abril de 2011

Luna

Florencia.
Sol naciente al este, fuera de mi vista.
Luna yacente en el oeste, enfrente de mis propios ojos. Recuerdo que era amarilla, y parecía que me miraba desafiante. Tras una noche en vela cualquier tontería hacía reír a mis adentros.
Eran las siete menos cinco de la mañana cuando de pronto sentí el frío que el ventanal abierto de mi salón dejaba entrar por mi pijama.
La luna seguía bajando, amarilla, más oscura. Mientras tanto una nube rojiza la atusaba, y una bandada de pájaros cantarines cruzaba el cielo color ámbar.
Las siete en punto. Las campanas sonaban y sonaban una y otra vez mareando mi adormilada cabeza.
Volvía a sentir el frío burlón, que me obligaba a agazaparme en lo alto del respaldo del sofá, donde había permanecido los últimos quince minutos.

¿Porqué escribo esto?
No lo sé. Lo único que pensaba era que aquella situación me recordaba al escenario de algún libro, a la escena de alguna película. No lo sé.
Tan solo sentía que aquella triste soledad y la luna me acompañaban, y que me protegían con ese margen de relato que trataba de recordar y estaba viviendo en esos momentos.

Pero cuando ves una película no sientes el frío.
Ni la añoranza.
Ni la tristeza.
Ni la soledad.
Ni la luna.

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